Estás sordo porque no quieres oír la voz de tu dios,
ni la voz de los pueblos, ni la de la madre tierra,
ni la del arte, ni la de la historia,
ni la voz de la libre conciencia lúcida del otro.
Tu inflamado yo te tapona el conducto auditivo
y la omisión de la palabra del otro te destruye,
te separa de la comunidad,
y tu lengua solo acierta a balbucir,
no tienes nada que decir a quien no escuchas,
tu saliva está huérfana, tu lengua es un desierto.
Tu soberbia bloquea el yunque y el martillo,
aplana el paladar, cierra la glotis.
Estás al margen. No tienes nombre.
Los que te presentan al maestro, tampoco.
Y él te toca los oídos y la boca.
Te señala donde está tu problema,
por donde tienes que empezar a desanudar.
Te mete el dedo para abrir un puente,
que los que tengan oídos para oír, que oigan,
y te lubrica la boca con su propia saliva
porque la saliva es símbolo de vitalidad
y es un fluido creado para el beso
y para desinfectar las heridas de los niños.
Y ahí está el milagro,
abres, recibes,
te incorporas al coro de la humanidad,
al canto de los siglos,
y al oír comprendes,
y al comprender estás que te sales
y hablas,
porque tienes ya tanto que decir.